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Virtud de los peluqueros



En mi pueblo les decimos peluqueros porque cortaban el pelo en sus locales olorosos a talco y a lociones, aunque en otras partes ejercían el oficio al aire libre, bajo la sombra de un mango, a la vista de todos, pero estaban unidos por un lazo invisible y real a sus colegas que disfrutaban de un lugar entre muros, donde cuando menos tenían dos lujos: el sillón y el calendario con muchacha semidesnuda que anunciaba cerveza o llantas o ferreterías donde nada era como en el cromo sonriente que colgaba en la pared.

Casi todos vestían de blanco y usaban bigote, menos Fisher, que no tenía bigote como Demetrio Sánchez, don Tobías, Mario y Héctor El Rorris, que fueron quienes me cortaron el pelo, en ese orden, acostumbrados a ver más el reverso y el reflejo de los clientes que al cliente mismo, y alguno de ellos, entre navajas y tijeras y brochas, guardaba en un cajón revistas sobre asuntos sin duda eróticos, cosa que nunca ví pero que así debió haber sido, porque los peluqueros practican su artesanía en la más complicada de las partes del cuerpo, que viene siendo la cabeza, asiento de las ideas y de las intenciones, de las ganas y de los sueños.

Yo creo que tal vez por eso eran capaces de sostener una y otra vez la misma conversación, porque esperando turno en una peluquería aprendí que cada conversación de un cliente es igual a la del que vino antes, igual a la del que vendrá, y las revistas también eran las mismas de todas las peluquerías de México, muchos Jajá, Sucesos para Todos de hacía tiempo, Revista de Revistas, Jueves de Excélsior, elogio de la tinta sepia, aunque no faltaban Alarma! ni Siempre!, y no era raro que hubiera novelas gordas, Libros del Corazón, Confidencias, La Novela Semanal, novelas policíacas y de vaqueros, y últimamente de albañiles y de choferes, cuyos temas son iguales en todas partes aunque se llamen de diferente manera, en esa demócrata visión del mundo que nos vuelve lectores a todos en un lugar así.

Lugar que también una vez nos volvió jugadores de brisca a caballo en una banca de madera verde, entre pelos (porque así se llama al cabello o al vello que han caído debido a natura o a la acción humana), y que otra vez nos hizo aprender juegos prácticamente de villanos, diversiones de naipes y ruidazos de dominó, mientras, ya digo, se repetía la conversación, se contaba el chiste o se propagaba el chisme, y el cuello de la camisa y la camisa se llenaban de pelos, mientras el maestro peluquero hacía cantar las tijeras contra el peine y le daba parejo a lo que hubiera crecido malamente en la mollera, en confirmación puntual de la segunda ley de Newton, que sostiene que todo sistema organizado tiende a la desorganización, cuantimás si es cabello, que de por sí no es dócil.

Y por eso mismo le echaban a uno dosis moderadas de Glostora o de Alberto VO5 antes de peinar lo que hubiera quedado, pero después de haber llenado de jabonadura caliente la cara -o las patillas cuando no había más pelo que el de la cabeza- y de haber pasado una navaja filosísima, siempre más que antes, para llevarse lo que hubiera crecido de oreja a oreja desde la última vez que fuimos a la peluquería, donde cobraban un peso y cincuenta centavos de los de antes, cuando Fisher tenía el único sillón muy elegante, de palanca al piso y cabecera de cuero rojo con brazos y asiento del mismo color y material, pero también cuando los peluqueros sin sillón colorado estrenaban muebles de madera con asientos de mimbre trenzado en ojo de perdiz y luces de cedro, aunque los dos usaban un cajón o una tabla para que los niños estuviéramos a la altura.

Qué emoción entonces y qué emoción años después cuando en la espera salía un cigarro cuyo olor se iría con el baño al que obligaba la pelusa en la ropa, en la cara, en el día, y cuando le quitaban a uno la sábana o el hule protectores, con un gesto de torero en chicuelina, uno salía a la tarde con cierta vergüenza porque llevaba las orejas al descubierto y una raya pálida donde el cabello no dejó entrar al sol, en un corte que era único y sin variantes, aunque a cambio recuerdo una tarde en que me sentí ligero cuando llegué al parque, y cuando entré a la casa iba sonriendo, y cuando salí del baño iba sonriendo todavía.

Y más sonrisa me dio cuando ví el atardecer y el aire me refrescó la cabeza, porque hacer que la gente sonría cuando uno se acuerda es una virtud que siempre han tenido los peluqueros.


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La Columna de Miguel
El mundo, el periodismo, la vida cotidiana, los estereotipos, las anécdotas, a través de la particular lente de Miguel Molina.

ÍNDICE DE CHARLAS

¿Quién salvará a El Salvador?
Hijos de la Vieja Albión
Sobre vivir con miedo
Mirarse en un espejo ajeno

Las interniñas y un viejo vestido de blanco
Ashley tiene una pistola
Recuento
Tres mitos para Caterine
Cosas que ya no tienen remedio
La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
Clones y extraterrestres
Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
Los niños de la calle y Bill Clinton
En tren, en góndola, en el baño
Qué piensa y qué oye Fujimori
Nada como no hacer nada
Gordon puede darse por muerto
Me preguntaron qué pensaba
¿Y el lunes qué?
Jardín del Edén
Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono
Tecnología por tu bien (I)
Nunca tuvo ningún perro
Iloveyou
Días del trabajo
Elián y las niñas
Razones de amor para no fumar
Casi el paraíso
El derecho a preguntarle al presidente
Virtud de los peluqueros
El precio de la paz en Colombia
Ahí viene la guerra
In memoriam sombrero II
In memoriam sombrero I
Inútil divagación sobre la patria
Cercanía y distancia de México
Otros diez minutos sin Martí
La urraca, la zorra y el silencio
Ecuador: las manos en el fuego
Esa noche...
En descargo de la nostalgia
El dios y el diablo del teniente coronel
Fin del mundo y platos sucios
El niño y el mar
Cosas de noviembre
Cita con las estrellas
Días y noches de Miami
Tea, sir?
Mitos de Londres

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