Vivà en
una isla donde todos eran (y siguen siendo) ricos, menos yo, tenÃa
un auto digno de narco chico, casa con dos piscinas, sauna, jacuzzi,
gimnasio y playa casi privada a la vuelta de la esquina, y desde la
ventana de mi oficina podÃa ver la verde extensión de la ciudad como
sólo se ven las cosas desde el piso once de cualquier edificio...
Para ir a la ciudad pasaba frente a clubes de tenis, campos de golf,
vastos estacionamientos vacÃos, cruzaba un puente desde donde podÃa
ver los edificios del centro y el mar, y me adentraba en una calle
llena de viejos árboles umbrosos antes de llegar a donde iba.
PodÃa ir cualquier noche a vivir la vida loca de las discos, la quieta
contemplación de los bares, el agitado ir y venir de las calles llenas
también de muchachas y mujeres más o menos hermosas y más o menos
dispuestas a divertirse. Descubrà que si la noche no bastaba, uno
podÃa hacer del dÃa un cómplice.
Muchas veces amanecà mirando el mar, diciendo en voz alta versos que
ya no escribiré, oyendo el sonido de las olas y los ruidos de los
pájaros disputándose crustáceos o moluscos entre el agua y la arena,
hasta que el sol insoportable me echaba de allÃ, en busca de la penumbra
fresca de mi casa, perturbado apenas por el murmullo del aire acondicionado.
Comà platillos deliciosos y exóticos, carnes tiernÃsimas, pescados
recientes, y aun callos y menudos, y probé bebidas suaves o potentes,
vinos agrestes y delicados, y ocasionales postres cuyo sabor creÃa
olvidado en mi lejana infancia. Diez kilos se acomodaron con sigilo
en mi cintura y siguen ahÃ, incomodándome.
Visité centros comerciales en los que se vende todo lo que puede venderse
en este siglo de libre comercio. Quedó prendida en mi memoria la imagen
de una rosa de plata sólida que aguardaba sin marchitarse en su vitrina.
Hallé un par de libros que hace tiempo buscaba (los Seis memos para
el próximo milenio, de Italo Calvino, que compré cuanto antes, y una
edición de la obra completa de T. S. Elliot que no compré por razones
que no comprendo), y muchos discos que solamente me revelaron las
carencias de mi ahora disminuida discoteca.
Viajé. El carro negro nuevo volaba bajo en carreteras que parecÃan
cruzar las aguas, y abrÃa las sombras de la noche a mucho más de cien
por hora, no por afán de llegar sino por ganas de seguir viajando.
El hombre, pobre, es verdaderamente libre sólo cuando está en el camino.
Era casi el paraÃso. Sólo asà se explica que haya experimentado en
ese tiempo emociones que hacen a los hombres ser como los dioses,
alegrÃas y tristezas profundas e irremediables que me visitan ahora
en la habitación de un hotel de Londres...
Y una tarde, tan de pronto como habÃa llegado, me fui de Miami para
no volver más nunca.
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