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Cosas que ya no tienen remedio



El brazo me comenzó a doler poco después de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, precisamente el día que comenzamos a pintar la sala y el comedor de la casa.

Es un dolor viejo, familiar, que me inutiliza el codo cuando puede, y se quita con un par de aspirinas, y que esta vez disminuyó lo suficiente como para permitirme llenar de amarillo soleil dos o tres muros, de rojo y lapis marroquíes otros tantos, y uno más de verde pasto. Pero cada mañana, al despertar, como el dinosaurio de Monterroso, seguía ahí...

Y así pasó la semana más larga en las vidas de Al Gore y de George W Bush, que sin proponérselo estaban escribiendo la historia de un país cuyo sistema político no logró superar la primera prueba del fin (o del principio) del siglo.

-Me parece mentira que un país que logró poner al hombre en la Luna termine tratando de arreglar una elección en los juzgados en vez de contar los votos –le decía a E-Mary frotándome el codo adolorido.

E-Mary se reía, y el codo se me olvidaba. Una noche descubrimos que no quedaba nada por pintar. Encendimos las lámparas, pusimos los muebles en su lugar, hicimos té como lo hacen en Yorkshire, y nos sentamos a ver cómo había quedado el proyecto especial 321-b. Cenamos fajitas mexicanas con vino francés, y nos preparamos para la verdadera vacación. De pasada, vimos en las noticias que las elecciones de Florida se habían vuelto cosa de abogados.

Pero, pese a la risa de E-Mary, el dolor del codo iba y venía cuando menos lo esperaba. Hace años, cuando el mundo era menos complicado, el doctor Camilo González, padrino de mi mamá, padrino mío, padrino de media población, me anunció con cara seria:

-Ahijao, tienes artritis.

Y me explicó que los dolores irían y vendrían con los cambios de clima o de temperatura, y que eso no se quita, como la sed o el sueño. Durante algún tiempo tomé una medicina cuyo ingrediente activo era –lo juro- rutina, y el único efecto que me hacía era demasiado personal para mencionarlo en este espacio.

Pese a todo, una madrugada fría y lluviosa tomamos un taxi que nos llevó a la estación del tren que nos llevó a la estación de autobuses que nos llevaron al aeropuerto en un viaje hacia lo desconocido. En el bolsillo de mi abrigo llevaba dos cajas de aspirinas y una caja de naipes. En las televisiones del aeropuerto, sin que nadie les hiciera mucho caso, analistas extrañados seguían analizando por qué ni Bush ni Gore habían logrado una victoria clara:

-Gore tiene el talento de Bill Clinton para gobernar y Bush tiene su encanto para ganarse a las masas –decían los menos complicados.

Y ya no supe qué más, porque en eso tuvimos que subir al avión y volar una hora hasta Amsterdam. El dolor del codo se había extendido por el brazo, y ya no podía levantar cosas pesadas, pero el regreso a una de mis ciudades favoritas me hizo pensar en el pasado y en el futuro, y la risa de E-Mary me hizo disfrutar el presente.

Caminamos, comimos y bebimos como locales, caminamos, navegamos por los canales, caminamos, fuimos de compras, caminamos, y caminando vimos todos los Rembrandt y los Van Gogh que puede ver una pareja sin soltarse las manos, caminamos, oímos tangos de Piazzola en el Concertgebow y flautas andinas en los parques, y celebramos como nunca la alegría de estar juntos y lejos en una ciudad hermosa pese al frío y la lluvia. El codo me dolía como nunca y me quedaban pocas aspirinas.

Durante una semana no vimos televisión. Cuando regresamos a Inglaterra, entre el frío y la lluvia, compramos un periódico: Bush y Gore seguían disputando en los juzgados lo que no pudieron ganar en las urnas. Comimos pizza en una estación de trenes y cuando llegamos a la casa nos sorprendió el color alegre y cálido de los muros que habíamos pintado.

Comencé a preocuparme. El dolor no parecía ceder, y cuando traté de levantar un diccionario de la Real Academia se hizo intolerable. Hice una cita con la fisioterapeuta de la Â鶹¹ÙÍøÊ×Ò³Èë¿Ú, una mujer formidable, de gestos precisos y voz tronante. Me agarró el brazo, lo movió para todos lados, me hizo acostarme y me puso un par de electrodos en el codo y el antebrazo...

-Ahí va –me dijo en un inglés inapelable.

Para no sentir la corriente eléctrica pensé en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que han acompañado mi malestar desde el principio. Pensé en los operadores electorales mexicanos, que han logrado hacer votar a los muertos cuando era necesario. Pensé en la máxima que advierte que la mujer del César (o su hermano el gobernador) no sólo tiene que ser buena sino además parecerlo.

Y más tarde fui a ver a un médico del servicio nacional de salud de la Gran Bretaña, que sufre una crisis más porque es lento y es inútil, y nadie sabe qué hacer para mejorarlo. El doctor que me vio me agarró el brazo, me hizo doblarlo y me recetó unos analgésicos.

Cuando regresé a mi casa me tomé un par de aspirinas, me serví un trago, me senté a pensar en Al Gore y en el hijo de Bush, que disputan todo el poder mientras yo espero que se me pase el dolor en el codo. Definitivamente, hay cosas que ya no tienen remedio...

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La Columna de Miguel
El mundo, el periodismo, la vida cotidiana, los estereotipos, las anécdotas, a través de la particular lente de Miguel Molina.

ÍNDICE DE CHARLAS

¿Quién salvará a El Salvador?
Hijos de la Vieja Albión
Sobre vivir con miedo
Mirarse en un espejo ajeno

Las interniñas y un viejo vestido de blanco
Ashley tiene una pistola
Recuento
Tres mitos para Caterine
Cosas que ya no tienen remedio
La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
Clones y extraterrestres
Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
Los niños de la calle y Bill Clinton
En tren, en góndola, en el baño
Qué piensa y qué oye Fujimori
Nada como no hacer nada
Gordon puede darse por muerto
Me preguntaron qué pensaba
¿Y el lunes qué?
Jardín del Edén
Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono
Tecnología por tu bien (I)
Nunca tuvo ningún perro
Iloveyou
Días del trabajo
Elián y las niñas
Razones de amor para no fumar
Casi el paraíso
El derecho a preguntarle al presidente
Virtud de los peluqueros
El precio de la paz en Colombia
Ahí viene la guerra
In memoriam sombrero II
In memoriam sombrero I
Inútil divagación sobre la patria
Cercanía y distancia de México
Otros diez minutos sin Martí
La urraca, la zorra y el silencio
Ecuador: las manos en el fuego
Esa noche...
En descargo de la nostalgia
El dios y el diablo del teniente coronel
Fin del mundo y platos sucios
El niño y el mar
Cosas de noviembre
Cita con las estrellas
Días y noches de Miami
Tea, sir?
Mitos de Londres

¡Dígale a Miguel!
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