Hay que reconsiderar: no se puede vivir sin un poco de nostalgia de
vez en cuando. Uno siente que deberÃa volver, que merece volver, que
no puede volver a un lugar o a otro tiempo, y esa emoción causa un
dolor dulce y profundo al mismo tiempo, según clásicos lejanos.
Yo no sé si eso haya estado sintiendo el niño que vi en la playa el
domingo. Yo caminaba y lo vi desde lejos: casi un muchacho que una
y otra vez colocaba la carnada en el anzuelo y arrojaba la lÃnea con
mano segura, esperaba un momento entre respiraciones y recobraba el
hilo de plástico con el anzuelo intacto.
Me extrañó verlo sentado en una punta de la sombra que daba un edificio,
sobre todo a esa hora en que el viento que viene del mar se vuelve
frÃo. Le pregunté si estaba en la sombra porque los peces picaban
mejor en el agua frÃa. Se me quedó viendo. TenÃa en la cara la expresión
del nostálgico, pobre niño, a sus años: una mirada que busca más allá
aunque en realidad esté buscando en la memoria.
Me vino un golpe de nostalgia. La época se presta para eso, a merced
del mar y en el crepúsculo, no pude evitar los recuerdos. La noche
en la escollera SarandÃ, en Montevideo, cuando entre revelaciones
vi pasar en silencio un barco iluminado en busca de un lunes perfecto.
Una tarde de sol y arena en el parque central de Perote, buscando
un ramo de gardenias. El patio de una casa cuyos rincones ya no podrÃa
describir con palabras, etcétera.
Más tarde, listo ya para lo que venga en el año que viene, se me ocurrió
que la nostalgia, como es pasajera, hace trampa. Si volviera a la
esquina de la escollera Sarandà descubrirÃa que es un bulevar iluminado
por donde han dejado de pasar maravillas. Si volviera a Perote, volverÃa
a tener la sensación de que algo me falta y algo me sobra, y volverÃa
a perder la billetera como entonces...
Pero cuando pensé en el patio de mi infancia, como siempre que lo
hago, me di cuenta de que la nostalgia tiene que ver con la alegrÃa
más que con el dolor, y no hay que confundirla con la melancolÃa,
que es otra cosa: una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente,
como advierte la Real Academia.
Esa definición me sorprendió porque asà es el invierno de Inglaterra.
Y el domingo confirmé sin sorpresa que deseaba dejar el sol de Miami,
su aire acondicionado y sus ventajas, para volver a Londres, donde
en verdad es invierno y no hay palmeras, ese don de la vista que he
perdido...
Y sobre todo pude entender al niño que pescaba en Key Biscayne. Cuando
le pregunté si estaba en la sombra porque ahà picaban mejor los peces
se me quedó viendo con la expresión de alguien que acaba de salir
de un sueño. "No", me dijo tiritando a unos metros del sol tibio.
"Es que aquà me gustó". Pero no quitó la mirada del mar. |