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Elián y las niñas


Es una casa verde con puertas claras y contrapuertas verdes de malla plástica para que entre el aire y no entren los mosquitos cuando hace mucho calor y el aire acondicionado no se da abasto, tiene una planta, y está separada de la calle por una cerca de malla ciclónica de donde se prende un seto como todos los setos de todas las casas que tienen seto en esa calle. La casa está en la Calle Dos, aunque puedo equivocarme y a lo mejor se llama al revés, como se llaman casi todas las calles de Miami, Dos Calle, y tiene el número 2319 al frente.

El día que fuimos allá era entre semana, y tal vez por eso cuando llegamos había poca gente, aunque ya habían puesto unas rejas de metal que impedían el paso desde la esquina, y agentes de policía que vigilaban las rejas para que nadie se acercara a la casa, y carros de policía cuyos radios no dejaban de hacer el ruido que hacen los radios de la policía.

Dejé el carro dos calles más allá y caminé bajo el sol polvoso. Cuando llegué al pie de las barricadas el agente de policía conversaba con una pareja de alemanes en bicicleta sobre cosas que ni a mí me interesaron, y llegó una pareja en motoneta que remolcaba una caja con botellas de esencias y sabores de colores encendidos y un termo con la barra de hielo para los raspados. En la canastilla de la motoneta había una grabadora que tocaba música de tiovivo.

Una niña le jaló el brazo a su mamá con la urgencia de quien quiere un raspado o quiere irse, pero la voz de su mamá la contuvo:
-Pérate un poquito, que no tarda en salir.

Sus palabras me recordaron algo que no logré concretar. Hacía calor. Como nuestra esquina tenía la sombra de los árboles nos pusimos a ver a los demás. Cerca estaban la niña y su mamá, y otra mujer que conversaba con la mamá, el marido de la mujer, y otros tres señores que fumaban en silencio viendo hacia la casa verde, pensando quién sabe qué cosa, y los turistas alemanes que conversaban con el agente de policía, y una familia que se bajó del auto y fue directamente a comprar raspados.

A media calle, dos fotógrafos y un camarógrafo sostenían sus cámaras en actitud de alerta, y conversaban con una muchacha que de lejos parecía más joven de lo que era. Un par de veces llegaron remplazos con herramientas frescas, y los que estaban pasaron junto a nosotros con videos y el equipo y cierta prisa, se subieron a una camioneta con el logo de una cadena de televisión y se fueron envueltos en ráfagas de aire acondicionado.

En el otro extremo de la calle había más gente. Los de allá tenían letreros que más tarde aparecieron en las fotografías y en los noticieros de televisión o ya habían aparecido en ellos. Pocos conversaban entre sí, y lo más seguro es que allá, como en nuestra esquina, las conversaciones eran en voz baja, con tono funeral o al menos preocupado.

Nos miraban pero más miraban a la casa verde, y fue una reacción de los del otro extremo de la calle lo que nos hizo mirar hacia donde ellos miraban: una puerta se abrió, una mano abrió la contrapuerta y dejó ver a una muchacha que salió rápidamente hacia la izquierda de la casa y debió haberse ido hacia el jardín y allí se quedó un rato. Todos sentimos el ramalazo de la sorpresa y todos sufrimos el desaliento de la decepción. Cuando la muchacha volvió a entrar en la casa nadie se conmovió. Seguía haciendo calor.

La única que no dijo nada fue la niña. Sonrió, mostrando metales de ortodoncia, parpadeó tras los cristales de sus gafas, miró a su mamá, miró a la señora que conversaba con su mamá, me miró, y con voz de niña dijo que no opinaba nada sobre el caso de Elián González, y se rió con la risa nerviosa de las niñas. Los demás -la mamá, la señora que conversaba, el marido de la señora, los tres fumadores, la familia, el señor de los raspados, todos, menos el policía que seguía conversando con los turistas alemanes- fueron terminantes:

-El niño se tiene que quedar aquí -dijo uno.
-Si su padre lo quiere que venga por él -dijo otro.
-Aquí va a vivir libre -dijo otro.
-Su madre murió para que él fuera libre -dijo una.
-Este niño se queda en Estados Unidos -dijo otro.
-Si nos quieren quitar al niño -advirtió otro- que vengan por él.

La mamá de la niña había tenido razón: la puerta de la casa verde se abrió esa tarde, se abrió la contrapuerta, Elián apareció mirando para todos lados y se fue hacia el jardín, donde estuvo un buen rato jugueteando en una piscina de plástico ante el claro deleite de las cámaras. Pero yo no lo ví. El tiempo, que en el calor tiene una medida y en la espera tiene otra, había pasado. Me fui por donde había venido, bajo el sol polvoso, antes de que Elián saliera, y poco tiempo después se me olvidó ese día junto con otros.

Volví a pensar en ese día el sábado. Acababa de escuchar un concierto de alguien en el radio, y me acosaba la espuma del champú cuando oí la noticia de que un comando de agentes federales llegó a la Calle Dos, rompió la puerta de la casa verde con el número 2319, y entró al lugar y sacó de ahí a Elián González, que lloraba asustado por lo que estaba viendo. Todos vimos las imágenes en todos los periódicos, en todos los canales, en todas las páginas de la amplia red cibernética. Ese sábado, que no duró tanto como hubiera querido, decidí que sólo seguiría enterándome de la vida de ese niño por razones profesionales.

Y ya era domingo en alguna parte cuando recordé qué me habían recordado las palabras de la mamá de la niña que esperaba. Llevado por la curiosidad, como en Miami, fui a ver uno de los pandas del zoológico de Chapultepec en México. Había una pequeña multitud en actitud de espera frente a un vidrio. Del otro lado del vidrio había un espacio con pasto pero un espacio vacío. Todos miraban en relativo silencio. Una voz de mamá dijo de pronto "Pérate, que ya no tarda en salir", y así fue. El panda salió, salió otro panda, y fue el paroxismo.

Pero no supe qué pensar cuando una niña (¿otra niña? ¿la misma niña de Miami? ¿la niña universal? ¿qué niña?) que movía la cabeza admirada ante el espectáculo dijo sin duda para sí, en voz tan baja que más que oírla lo leí de sus labios, "Pobrecito".

El sábado supe por fin lo que quiso decir esa niña de México y lo que no quiso decir la otra niña de Miami. Hablaban de la misma cosa. Pero después de pensarlo durante una fracción de segundo me perdí en la contemplación del sueño hasta que fue domingo en todas partes.


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La Columna de Miguel
El mundo, el periodismo, la vida cotidiana, los estereotipos, las anécdotas, a través de la particular lente de Miguel Molina.

ÍNDICE DE CHARLAS

¿Quién salvará a El Salvador?
Hijos de la Vieja Albión
Sobre vivir con miedo
Mirarse en un espejo ajeno

Las interniñas y un viejo vestido de blanco
Ashley tiene una pistola
Recuento
Tres mitos para Caterine
Cosas que ya no tienen remedio
La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
Clones y extraterrestres
Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
Los niños de la calle y Bill Clinton
En tren, en góndola, en el baño
Qué piensa y qué oye Fujimori
Nada como no hacer nada
Gordon puede darse por muerto
Me preguntaron qué pensaba
¿Y el lunes qué?
Jardín del Edén
Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono
Tecnología por tu bien (I)
Nunca tuvo ningún perro
Iloveyou
Días del trabajo
Elián y las niñas
Razones de amor para no fumar
Casi el paraíso
El derecho a preguntarle al presidente
Virtud de los peluqueros
El precio de la paz en Colombia
Ahí viene la guerra
In memoriam sombrero II
In memoriam sombrero I
Inútil divagación sobre la patria
Cercanía y distancia de México
Otros diez minutos sin Martí
La urraca, la zorra y el silencio
Ecuador: las manos en el fuego
Esa noche...
En descargo de la nostalgia
El dios y el diablo del teniente coronel
Fin del mundo y platos sucios
El niño y el mar
Cosas de noviembre
Cita con las estrellas
Días y noches de Miami
Tea, sir?
Mitos de Londres

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